En el extremo noreste de Estonia, justo en la frontera con Rusia, se levanta Narva, una ciudad marcada por una historia de invasiones y cambios forzados que aún hoy moldean su identidad.

Con unos 52.000 habitantes, más del 90 % rusoparlantes, Narva refleja las consecuencias de la política de sustitución poblacional impulsada por Joseph Stalin tras la Segunda Guerra Mundial. La URSS, victoriosa, prohibió el regreso de los nativos estonios y repobló la zona con rusos y ciudadanos de otras regiones soviéticas, alterando de raíz la composición étnica.

La primera anexión soviética llegó en 1940, tras el pacto de no agresión entre Moscú y Berlín. El Ejército Rojo ocupó Estonia y cerca de 10.000 personas fueron deportadas a Siberia y Kazajistán; muchas no sobrevivieron. Un año después, cuando Hitler rompió el acuerdo e invadió el país, buena parte de la población local lo recibió como liberador. Miles de estonios fueron reclutados —voluntaria o forzosamente— en las Waffen-SS y en la policía auxiliar, que participó en la persecución de judíos y comunistas.

En 1944, el Ejército Rojo retomó el control tras la sangrienta batalla de Narva, donde una división estonia de las SS resistió con ferocidad. El enfrentamiento dejó miles de muertos y abrió una herida que sigue viva.

Ocho décadas después, los recuerdos siguen divididos: para muchos estonios, quienes combatieron junto a los nazis defendían a su nación frente a la ocupación soviética; para la mayoría rusoparlante, el Ejército Rojo fue el verdadero libertador. En Narva, casi todas las familias tienen veteranos en ambos bandos, y la memoria sigue siendo un terreno de disputa.

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