Un año tras la huida de Bashar al-Assad y la toma de Damasco por Hayat Tahrir al-Sham, Siria atraviesa una transición frágil liderada por Ahmed al-Sharaa, antiguo jefe rebelde antes conocido como Abu Mohammed al-Jolani. Su llegada al poder marcó un giro: abandonó la imagen de caudillo y se presentó como presidente interino dispuesto a recomponer la relación con Occidente.

Durante este año, al-Sharaa intervino ante la ONU, realizó giras en Europa y Estados Unidos y buscó el levantamiento de sanciones. Aunque Washington suspendió parcialmente la Ley César, la economía sigue paralizada: el país carece de vínculos bancarios internacionales, la industria está detenida y el mercado depende de productos importados. El 90% de la población vive bajo el umbral de pobreza y el Estado sobrevive gracias a la ayuda del Golfo. La libra siria se mantiene estable, pero circula muy poco efectivo.

En seguridad, el presidente integró a Siria en la coalición anti-ISIS liderada por EE. UU. y autorizó ataques contra facciones rivales, una estrategia que también apunta a debilitar a las Fuerzas Democráticas Sirias, lo que mantiene tensas las relaciones con kurdos y drusos. El gran dilema sigue siendo el modelo de Estado: centralizado, como defiende al-Sharaa, o federal, como reclaman varias minorías.

Aunque no hay avances democráticos y la nueva Constitución refuerza un sistema muy centralizado, en Damasco se ha recuperado una libertad de expresión inédita en décadas. Grupos ciudadanos debaten abiertamente sobre el futuro del país, aunque sin un marco legal para crear partidos. Expertos advierten que, si el Gobierno no reconoce la diversidad política y comunitaria, la transición podría derivar en nuevas tensiones.

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